Los monumentos ilustran la Vuelta todas las etapas, veloz su paso, y la vigésima, la penúltima, prescriben lo que va a suceder. Engañan un poco.
Engaña el montañero de la rotonda de Manzanares, a la sombra del castillo, de donde salen, que señala las montañas y el cielo y anuncia audacia y soledad, y engañan las antenas de la NASA en Fresnedillas y Robledo, que apuntan a la Luna y Remco Evenepoel, que va delante, sus lunares azules marcando el camino, debería pensar entonces, como todos, en Eddy Merckx, que ganó su primer Tour un domingo y el lunes, pocas horas después, Neil Armstrong le imitó en el satélite, y las piedras verticales del comienzo de la subida a Abantos le llevan aires de un muro de su Flandes, y la vereda estrecha y mal asfaltada entre pinos oscuros en la que continúa le llevan quizás a La Redoute, la cuesta más empinada de la Lieja que dos veces ha ganado a los 23 años.
Pero también engaña el chavalín belga, baja la cabeza, hunde las espaldas, y, la espuma de los días pasados tanto pesa, la Luna se eclipsa como se eclipsó, más oscuramente, en el Aubisque y en el Tourmalet, los colosos que se le atragantaron y le condenaron a una Vuelta de fugas, a montones, lunares de montaña, unos cuantos, y victorias de etapa, tres, y su ausencia condena a la carrera a una resolución interna, a un debate de aires empresariales en las cenas intensas de un solo equipo. Curiosamente, y la ironía no dejará de hacer sonreír a los gurús de las escuelas de negocios, la solución deparó el mejor resultado, para la afición, para el ciclismo.
La mole herreriana de El Escorial no engaña, cómo iba a hacerlo la arquitectura tan recia, sólida, inamovible, tan permanente como el neerlandés larguirucho, nariz afilada, Wout Poels, también ganador de la Lieja, también inspirado por el recorrido y el olor de la victoria, que, dos meses de conquistar el Mont Blanc en el Tour, con 35 años, le hace un interior en una curva en cuesta a Evenepoel, le saca dos metros imposibles de cerrar y le derrota.
Es el aperitivo. Son los bombos y platillos que anuncian lo que todos esperan. Es la fiesta de Sepp Kuss, que se festeja por los pueblos de la sierra, cantos y bailes, saltos de las bicis sobre las raíces de los pinos que cruzan la carretera por debajo del asfalto, chistes y, pasada la curva de Guadarrama, un posado hermoso para una foto. Delante, los españoles, Ayuso, Landa, Mas, cuarto, quinto, sexto en la general, se desafían en el sprint de los derrotados. Detrás, Kuss y sus amigos, Vingegaard, Roglic, los tres primeros de la general, el de rojo en el centro, levantan el pie, dejan un hueco de unos metros para que se les vea bien, y se abrazan al estilo, tanto se aman, tanto orgullo sienten, tanto quieren a Kuss, su sonrisa eterna, al que el esloveno y el danés, dos de los mejores corredores del momento, señalan con el dedo, y hasta parece que le entonan a lo Tina Turner, you’re simply the best! Y, podrían añadir, como el Jumbo ninguno. Con su Vuelta, el Giro de Roglic y el Tour de Vingegaard, el equipo neerlandés es el primero que gana las tres grandes en el mismo año. Y solo en 1966, en una Vuelta sin extranjeros, el Kas de Gabika, Echevarría y Vélez, un equipo de amarillo también, había sido capaz antes de copar el podio con sus figuras.